Santas e Inocentes.- Firma invitada José Manuel Cámara

Firma invitada:
JOSÉ MANUEL CÁMARA.- Periodista y cuentista
Autor de "A veces llega silbando/Cuentos cítricos"

Mi madre nació en 1932, mi hija en 1997. Entre ambas fechas, 65 años, toda una vida con derecho a jubilación... Todavía… ¿Qué ha pasado en medio? Que los tiempos están cambiando para las mujeres está claro, pero ¿han avanzado tanto las leyes como las conciencias de los hombres?

Yo he mamado la discriminación desde que era un niño, formaba parte del clima social del franquismo. Sólo podían trabajar las solteras o las viudas. Hasta 1976, siguió en vigor la necesidad de que el marido autorizase el empleo de su esposa. Una mujer casada no podía ausentarse del hogar o viajar sola sin permiso de su hombre. Desde que contraían matrimonio, ellas no tenían derecho a administrar el dinero de la familia. Eran los varones y no las hembras quienes disfrutaban de la titularidad de la cuenta del banco. Varones… Hembras… ¡Cuánta carga de poder se depositaba en esas palabras!

Mis antepasados machos gozaban de todos los derechos, entre ellos decidir sobre el futuro de sus esposas desde el momento del matrimonio. Ellas se convertían en parte del ajuar… A mi hija le tuve que explicar qué significa esa palabra, al igual que dote o arras. Desde tiempos ancestrales, la sociedad machista bendecía un matrimonio mediante la compraventa: la familia de la novia entregaba una parte de su patrimonio para que el novio aceptase el compromiso de velar por el futuro económico de la mujer.

Afortunadamente, pese a vivir en un entorno rural del norte de Burgos (el Valle de Mena), mi madre se crió en un ambiente liberal y mis abuelos maternos consiguieron darle estudios: casi acabó el bachillerato y completó un curso de Corte y Confección en Bilbao. Mamá no sabía qué significaba la palabra "empoderamiento", no existía cuando ella estaba forjando su futuro. Aquella formación le sirvió para tomar decisiones en su vida. O al menos intentarlo.

Mi madre completaba el escaso sueldo del cabeza de familia trabajando como modista. Atendía en casa a las clientas que querían vestir los modelos que exhibía la alta sociedad española en la revista Hola. Mamá se hizo experta en plagiar el trajecito de Primera Comunión que lució Felipe de Borbón o la falda-pantalón de Audrey Hepburn o Ava Gardner.

En pleno franquismo, la legislación impedía que la mujer tuviese los mismos derechos que el hombre. Y si dentro del hogar gozaban del poder de decisión, tenían que disimular. Si sus maridos eran inteligentes y aceptaban que la razón estaba teñida de color femenino, no había problema. Lo malo era llevarse el gato al agua si el esposo era un machista cabezón.

Mi hija ha aprendido feminismo en los libros, pero sobre todo en la vida. Sus profesoras y las mujeres de nuestra familia le han enseñado el camino de la libertad y la igualdad de género. Tiene una alerta roja que se dispara en cuanto detecta la sumisión, la discriminación o el abuso de poder. Se ha convertido en la Fiscalía del Feminismo en mi hogar.

Aunque yo presuma de progresista, conservo ciertos tics y prejuicios heredados de una educación machista. Cuando mi hija tenía unos pocos añitos, detecté la envidia que sentía por su hermano. En vez de prohibirle que la sintiese, algo ridículo e imposible, le animé a que la reconociese. Siendo consciente de una emoción negativa, sería más capaz de luchar contra ella.

Esa misma regla de tres es la que trato de aplicar en mi vida contra los prejuicios sexistas. Y los tengo: nos cuesta aceptar que una mujer puede ser más inteligente que nosotros, que sus méritos profesionales la conviertan en nuestra jefa, que su condición física le permita correr más rápido, que conduzca mejor, tenga más sentido de orientación o sea más brillante en cualquier faceta de la vida.

Aceptando la igualdad de género y luchando contra esos prejuicios, los hombres podemos encontrar más fácilmente el camino de la felicidad.

Mujeres Santas e Inocentes como mi madre pusieron la primera piedra en ese camino.

 

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